“La historia hay que conocerla para no cometer los
mismos errores” es una de las citas más sobadas y a la que menos caso se le
hace. Ya sea con una cerveza, micrófono o artículo entre las manos seguramente
hasta el apuntador ha echado mano de esta cita para justificar su razonamiento
pero acto seguido olvidamos otra parte de la historia que dejaría nuestro
razonamiento a la altura del betún.
Dándole vueltas a muchos pronunciamientos de
nuestros políticos y periodistas sobre la posibilidad o no de una Cataluña
independiente ha caído en mis manos un artículo de Josep María de Quintana ciertamente interesante. Plasma lo
que se decía y pensaba en la
España que se vio envuelta en la Guerra de Cuba y su proceso
hacía la independencia. Me he limitado a traducirlo incluyendo algunos enlaces.
Lo sé, hay muchas formas de acercarse a ese proceso
traumático y, no tengo duda, las conclusiones no serían las mismas si mezclamos los intereses de los grupos de presión de cada época. Un siglo y pico más tarde estamos utilizando las mismas
palabras categóricas para negar un escenario futuro. De nuevo olvidamos que la historia es cansina y se repite. Aquí os dejo el artículo, ya me comentaréis si no estamos otra vez con los mismos discursos grandilocuentes que en nada ayudan a la búsqueda de soluciones factibles... si es que las hay.
Las actitudes de los españoles ante la independencia…
de Cuba
La crisis de Cuba y Filipinas de 1898, que comportó
la pérdida de las últimas colonias del antiguo Imperio español, aquel donde
antiguamente “no se ponía el sol” en frase atribuida del rey Felipe II--,
implicó una severa derrota militar frente a Estados Unidos. Derrota de
la armada española de ultramar y derrota moral de un estado, España, que no
había asimilado que había dejado de ser una potencia de primera fila en el
mundo occidental. Nos encontramos, pues, ante un hecho de primera magnitud
desde el punto de vista político que se enmarca en un momento de la historia
de España presidido por un régimen, el de la Restauraciónborbónica, sustentado en la Constitución de 1876.
Digamos, sin embargo, que el marco político y
democrático derivado de esta Constitución no era compartido por todo el mundo.
Ya en 1892, y precisamente durante el primer turno canovista bajo la regencia
de María Cristina, se redactaron en Cataluña las “Bases de Manresa”, punto de
partida del moderno catalanismo político. Y en 1893, Sabino Arana publicaba su
libro “Por Bizcaya”, que es la base del movimiento nacionalista vasco y
cristalizó el año siguiente en el Euskaldun Batzokija. En cualquier caso, ambas
formulaciones -la catalana y la vasca- iban más allá del marco que delimitaba la Constitución.
El recurso a los límites constitucionales
Si el centralismo de la Restauración (es
decir el marco legal y constitucional vigente entonces) ya parecía poco
acogedor a los vascos y catalanes porque no les permitía cumplir sus anhelos,
este resultaba todavía más inaceptable a los ciudadanos de las llamadas
“provincias de Ultramar”, reconocidos definitivamente como tales a Pau de
Zanjón, en 1880. Y no deja de ser curioso que, a partir del reconocimiento de
Cuba como “provincia”, los cubanos (como los catalanes de hoy debieron ser
insensatos y contrarios al sentido común como se asegura desde La Razón) se mostraron
disconformes y pidieron la autonomía. Petición que se les negó porque no cabía
a la Constitución
española (ni más ni menos que lo que le ha sucedido al pacto fiscal que
proponía Artur Mas). Sin embargo, hoy, ciento veinticinco años más tarde, hay
acuerdo entre todos los historiadores a los cuales se desperdició una posible
vía de solución: darles la autonomía administrativa que proponía Antonio Maura cuando fue Ministro de Ultramar del Gobierno Sagasta, entre 1893 y 1895.
La historiografía actual culpa de este hecho (me
refiero a la negativa de dar la autonomía a Cuba) a la resistencia de los
intereses afectados -básicamente los de los azucareros españoles, aferrados a
una situación que les permitía disponer de Cuba como de un gran latifundio
propio-, a la intransigencia del partido Unión Constitucional (el PP de
entonces), y al afán de Sagasta para ahorrarse problemas no solo en su
relación con los conservadores, sino también en sus propias filas liberales.
También entonces “España tenía otros problemas más importantes que la autonomía
de Cuba”, cómo habría dicho hoy Rajoy.
El error del Gobierno
Ha escrito el profesor Seco Serrano que, incluso en
el año 1903, Máximo Gómez, uno de los forjadores de la independencia cubana,
afirmaba que, de haberse implantado a tiempo las reformas de Maura, la
revolución cubana habría sido imposible. No sé si realmente habría sido así,
pero es un punto de vista que pone en evidencia que el fracaso de Maura implicó
la ascendencia definitiva del Partido Revolucionario Cubano por encima del Partido
Liberal Autonomista y, en definitiva, el triunfo de las tesis independentistas
o secesionistas por encima de las autonomistas. Cuba optó -cómo no podía ser de
otra manera- por la autonomía política y provocó una confrontación con España
que le agravaba su situación política, no solamente por el gravísimo problema
que comportaba el hecho de sostener una guerra colonial en otro continente,
sino también porque en aquel juego de intereses y de sentimientos entraba uno
tercero interesado: los Estados Unidos de América, que (eso no lo tendría que
olvidar el señor Mas), tenían más interés en la independencia de Cuba de lo que
la Unión Europea
pueda tener hoy en la de la de Cataluña.
Cuando empezó la segunda guerra cubana de
independencia, en el año 1895, muy pocos españoles podían imaginar que acabaría
con la pérdida de las últimas colonias españolas. La prensa oficialista y la
opinión política ortodoxa eran (fervorosamente y unánimemente) favorables a la
guerra para defender la “legalidad constitucional española”. La unanimidad
abrazaba desde los partidos republicanos de la izquierda hasta los carlistas de
la derecha. Entre los primeros, sólo los federalistas de Pi i Margall (siempre
hay algún traidor) se oponían a la solución militar y proponían que se concediera
en las colonias un estatuto de autonomía similar al de los dominios británicos.
El profesor Balfour nos recuerda que los partidos
republicanos se alejaron rápidamente de la posición de principios propugnada
por Pi i Margall con el fin de iniciar una beligerante campaña nacionalista en
defensa de la soberanía española sobre Cuba. Y aunque siempre se habían
mostrado contrarios a la “Constitución monárquica de 1876”, en aquellos momentos
no lo atacaron, sino que se sumaron a la defensa de un imperio anquilosado y
acusaron al gobierno de no ser lo suficiente agresivo en la defensa de este
imperio (También ellos pensaban, cómo piensa hoy un eurodiputado, que había que
enviar “a un general de brigada de la Guardia Civil”). Emilio Castelar, expresidente de
la Primera República,
si bien criticaba el régimen por haber dado lugar a la rebelión colonial a
causa de no haber acordado las reformas pertinentes, también se mostró
partidario ferviente de mantener la soberanía española sobre las colonias.
Buen y florido orador que era, dijo: “España hizo América como Dios hizo el
mundo... América será española eternamente.” (Una frase, que se puede esculpir
en mármol seguida de la de Bono cuando dice que “Antas que verdadero Cataluña
fuera de España prefiero morir”). Y cuando se hizo ya patente la intervención
norteamericana, muchos republicanos salieron a la calle para protestar contra
la pusilanimidad del gobierno español.
La posición de los periodicos y de los partidos
La posición oficial de los conservadores ante la
guerra de Cuba era de mantener la isla a cualquier precio. Recordamos la famosa
frase de Cànovas: “Es preciso que tengáis la seguridad de que ningún partido
español abandonará jamás la isla de Cuba; que en la isla de Cuba emplearemos,
si fuera necesario, el último hombre y el último peso.” I así lo hizo. El sexto
Gobierno conservador de Cánovas, que gobernó de marzo de 1895 hasta el
asesinato del estadista, en agosto de 1897, intentó vanamente acabar, por todos
los medios, con la rebelión cubana. Primero, con el general Arsenio MartínezCampos, que llevó a cabo una guerra calificada de “suave”. Después, con el
general mallorquín Valeriano Weyler Nicolau, que no era de la Guardia Civil, pero
que se mostró decidido a exterminar (no hace falta decir que inútilmente) la
insurrección en sangre y fuego.
Por aquellos días, siguiendo la pauta de algunos
diarios mallorquines, el diario conservador menorquín El Bien Público(8.IV.1898) editorializaba, según nos ha explicado Josep Portella, sobre el
hecho con un indiscutible lenguaje de arenga militar: “La codicia infame y la
ambición sin límites de una nación formada de aventureros, escoria de todos los
países del mundo y descendientes de pieles rojas capitaneados por energúmenos
de la calaña de Masson, Turpie y otros mercachifles (prepárese para escuchar
cosas como esta, señor Mas), trata de enlodar los altos timbres y la honradez
sin límites de la nación más hidalga y más noble del mundo, de arrancarnos por medio de la fuerza bruta el preciado florón que nos queda de nuestra
pasada grandeza, símbolo de nuestra fuerza, en el hemisferio americano...”.
La posición de los liberales no divergía, sin
embargo, sustancialmente de la de los conservadores, a pesar de que Antonio
Maura (que fue miembro de este partido hasta que pactó con los conservadores de
Silvela) criticó nuevamente la política que había llevado a cabo en el general
Weyler en una importante conferencia pronunciada el 22 de marzo de 1897, ya que
consideraba inviable una política bélica que destruía los recursos de Cuba. Sin
embargo, Maura no cuestionaba la españolidad cubana. Simplemente acusaba a los
gobernantes españoles de ser malos gobernantes. No de ser dominadores.
Y si observamos la actitud de los republicanos,
veremos que no presenta muchas diferencias respecto de los monárquicos, aunque
algunas voces se mostraron favorables a una cierta “descentralización” de Cuba
que permitiera una asimilación de los cubanos y puertorriqueños a los españoles
de la metrópoli con respecto a los derechos civiles y políticos. Sin embargo,
los republicanos mallorquines fueron, como observa el profesor Marimón,
claramente favorables al uso de las armas y exhibieron un soez maximalismo
patriotero. Y lo mismo podemos decir de los republicanos menorquines, que no
adoptaron ninguna posición crítica ante la guerra que se acercaba. Culpaban,
evidentemente, la monarquía de los desastres (“Tan culpable se Rajoy como Mas”,
dice hoy Rubalcaba), pero ante la guerra abierta, se identificaron con los
conservadores. Y es que los republicanos participaban, en este punto, de la
misma concepción unitaria e indiscutiblemente españolista del Estado. Todos
eran verdaderos “nacionalistas españoles” (como el PP y el PSOE,
indiscutiblemente).
Las disidencias, aunque moderadas, provinieron de los
partidos extraparlamentarios. Los anarquistas se esforzaron por mostrarse
partidarios de la lucha de los cubanos por la independencia. Valga decir, sin
embargo, que expresaron ciertas dudas derivadas en buena parte de la ambigüedad
de las posiciones anarquistas con respecto a la relación entre la “cuestión
nacional” (que los importaba muy poco) y su objetivo último, “la revolución
social”. Y aunque, finalmente, acabaron por apoyar “la autodeterminación” de
Cuba (¡vaya, como los de Iniciativa-Verds!), los anarquistas tendían a eludir
el espinoso tema del nacionalismo para concentrarse sólo en los perjudiciales
efectos de la guerra sobre los trabajadores españoles.
Aún más que los anarquistas, los socialistas eran
contrarios a reconocer que la lucha por la independencia de Cuba tenía alguna
relación con las necesidades y aspiraciones de los trabajadores cubanos.
Ignorando sin duda que había un importante apoyo de estos a los insurrectos, no
percibieron las implicaciones sociales de la lucha nacionalista, y se limitaron
a repetir consignas abstractas de pacifismo internacionalista. Al final, los
socialistas reconocieron la legitimidad de la lucha por la independencia, pero
optaron por centrar su propaganda -en eso como los anarquistas-, en la
injusticia social que constituía, en España, el servicio militar.
Ya fuera de los partidos, conviene también mencionar
a la Iglesia
española que adoptó una actitud radicalmente contraria a la independencia de
Cuba y, por lo tanto, favorable a la intervención militar. Aún más, la Iglesia española legitimó
la lucha --es decir, ¡legitimó la guerra!-- contra los independentistas
cubanos, y para demostrarlo podría sacar una memorable pastoral del obispo Castellote, entonces obispo de Menorca, que prefiero guardarme, porque me avergüenza.
Esta vez pensaba que los obispos se mantendrían en silencio ante la cuestión
catalana, pero esperar que los obispos españoles sepan comportarse en política
es como pedirle peras al olmo.
Para cerrar esta entrada os dejo con una de las habaneras más famosas que relatan la Guerra de Cuba ( Texto original y traducido. Video ) y Que tinguem sort ... Que tengamos suerte... falta nos hará a todos para no cometer errores pasados.