Con mi Ford Fiesta “nacido
fuerte”, el depósito lleno y una cita importante en la agenda salí aquel día de
finales de los 90 camino de Baeza. Era verano, cualquier día del mes de julio
me vale. Que fuese puntual no significa gran cosa en nuestro gremio y, como
twitter no existía por aquellos días, la espera en la cafetería de enfrente se hizo
interminable. Una de las veces que crucé la calle por ver si ya me tocaba el
tal Antonio, nombre igual de inexacto que el día del mes, me lo encontré
saliendo a la carrera.
La “urgencia” que le impedía
atenderme es lo de menos. Que me esperaba luego, a las siete, cuando ya no
hiciese tanto calor. Calor hacía ya para reventar y sólo eran las 12 del
mediodía pero lo que me bullía por dentro era el mismo infierno. “No pasa nada”
le dije con la poca experiencia que todavía tenía y con una sonrisa tan falsa
como pude.
Os ahorraré los detalles del
término “hacer tiempo” un mes de Julio por los polígonos de Úbeda y Baeza, por
su centro renacentista sin un alma que, con el tiempo, menos calor y menos mala
leche disfrutaría a tumba abierta. Si os diré que la tentación de poner rumbo a
Granada y pisar hasta el fondo el acelerador del Ford Fiesta me venía a la
cabeza tantas veces como me despegaba la camisa de pecho y espalda para que
ventilase.
El falso Antonio ni se inmutó,
“pasa” me dijo. Algo parecido a una excusa entremezclo en su conversación
mientras me exponía sus necesidades, lo importante que era disponer de un
proveedor formal y cumplidor. Que su empresa tal, que si su empresa cual… Yo
escuchaba, en silencio, asintiendo, por dentro el infierno seguía hirviendo
pero cada vez menos. Hice alguna pregunta, pocas. Ya eran las 8. Claramente me
dio paso, su discurso había acabado. A la carrera, como él cuando se me escapó
por la mañana, le indiqué el producto concreto que yo estimaba adecuado, solté el
precio, forma de pago y que nuestra empresa estaba perfectamente capacitada
para atender ese volumen y al ritmo que pedía. Era lo que buscaba y yo lo
tenía. No estaba para adornos.
A su nuevo rosario de preguntas
por si hubiese otros productos, quejas por el precio y llantos por la forma de
pago me ratifiqué educadamente en todos y cada uno de mis argumentos. Giré
hacia él el presupuesto y marqué el número de fax a dónde debería mandarlo
firmado así como cada pedido. Firmó. Y me fui con la fresca para Granada tras
un par de cañas en el bar de enfrente ya como cliente y proveedor.
Con el tiempo y unos sesudos
cursos en famosas escuelas de negocios supe que el día de calor por tierras de olivos y
el cabreo consiguiente me ayudaron a
“cerrar” bien la operación, a no marear la perdiz, a no darle más alternativas
si todo está claro. El “cierre” para un comercial es tanto como una buena
estocada del matador para rematar una buena faena. Hay un momento que ya está
todo dicho, ya no hace falta un pase más, si no rematas te arriesgas a que le
“presidente” te de un aviso y el cliente salga por la puerta sin firmar el
pedido.
2 comentarios:
¡Qué momentazos! Y la cerveza después, a solas, repasando la faena...
Aunque lo suyo es aprender a cerrar sin estar cabreados!! la cerveza es imperdonable. ;)
Publicar un comentario